Sr. Director, Me doy permiso
Tengo 37 años y por mucho tiempo me dediqué a construir una “vida perfecta”. Seguí cada paso de la receta de la felicidad que me enseñaron cuando niña. Fui una excelente alumna en el colegio, cursé una carrera universitaria y finalmente logré posicionarme profesionalmente en un buen trabajo.
También tuve una relación larga y estable, compramos en conjunto un lindo departamento y viajamos al Caribe y a Europa. Además, fui buena hija y nieta, cumpliendo las expectativas de mi familia en el ámbito académico, profesional y personal.
Hace dos años, de un momento a otro, me comenzó a incomodar este inmaculado y perfecto orden. Extrañamente, no me veía en este castillo que yo misma había levantado. Pero, ¿cómo era posible?, si lo tenía todo. Era tan confuso mi sentir que era incapaz de entenderlo y más aún de verbalizar o explicarlo a un tercero. Recuerdo haber mirado mi pieza de ese entonces, haber caminado por todo el departamento, como buscando en sus paredes las respuestas que calmaran mi confusión, sin entender qué era lo que me generaba el impulso de salir de ahí.
Con un saco de culpa encima y sin tener aún claridad de qué era lo que sentía, abandoné la vida perfecta sin tener ningún destino ni plan. Pero, ¿qué era eso? Yo no sabía lo que era vivir así, sin una programación, sin un orden o planificación. De pronto me vi sola, fuera de todo lo conocido, con muy poca o nula comprensión de mi entorno y con el reproche de mi familia encima.
Dicen que lo bueno de tocar fondo es que sólo queda volver a subir y creo que esa idea fue la primera motivación que me sostuvo para empezar de cero. Mi primer impulso con todo esto fue tratar de “reordenarme”, hacer un plan de esta nueva vida sola, sin embargo, en ese intento frustrado encontré la respuesta a la crisis que me había hecho desarmar mi antigua vida. Había algo dentro de mí, una fuerza, una energía que necesitaba vivir de otra forma, cuya base no era el orden o el deber, sino por el contrario, que deseaba arriesgar, improvisar, dar palos de ciego y percibir el mundo desde una arista más sensorial y emocional, que racional.
Reconocerme en esta nueva versión no fue fácil, porque sentía que estaba “retrocediendo” como ser humano. La receta estándar de la felicidad, supone que a los 35 años las personas ya tienen su vida armada, y yo recién empezaba a desarmar la mía y no me hacía sentido construir una nueva en los términos tradicionales.
Creo que esta contradicción me llevó a hacer un nuevo descubrimiento: si bien había tenido el coraje de reiniciar mi vida en fojas cero, mi actuar estaba regido por la famosa receta que aún tenía grabada en mi cabeza y por tanto, el impulso natural era volver a reordenar todo de la misma forma que antes, sólo que en otro lugar.
Con esta revelación encontré el origen de mi confusión. Hasta ese minuto, mi vida sólo había sido seguir las instrucciones de una receta que no era mía y, además, nunca me había detenido a analizar ni a preguntarme si en realidad quería hacer todo lo que en ella se indicaba.
El Dr. Humberto Maturana dijo una vez “La posibilidad de innovar siempre está ahí si uno está dispuesto a reflexionar, a soltar las certidumbres de donde está parado y a preguntarse si quiere estar donde está”. Tomando esta reflexión pensé, si incluso en la ciencia se está permitido soltar las certezas para descubrir nuevas cosas, ¿cómo no en la vida?... Y fue en ese momento en que ME DI PERMISO.
Me di permiso para apagar el piloto automático, me di permiso para abandonar el exceso de racionalidad y de darle cabida a la curiosidad como el motor de búsqueda de nuevas experiencias. Me di permiso de reivindicar en mí y en otros la imperfecta naturaleza humana, entendiendo que vivir la vida, pero “vivir” la vida de verdad, conlleva muchas veces salirse del espacio cómodo, desbordarse, marearse, estancarse, caerse, romperse y también equivocarse. Y no se trata de aspirar a eso como un fin en sí mismo, claro que no, pero hay que entender que sin riesgo no hay historia y que sin traspasar los límites de lo conocido no hay nuevos descubrimientos.
A dos años de haberme dado el primer gran permiso, repaso todo lo vivido en este tiempo y agradezco por la incomodidad que me hizo despertar y moverme, por haberme atrevido a transgredir los límites que antes me definían y que finalmente no eran más que una falsa construcción de mí misma, cuyo único fin era cumplir con las expectativas de otros.
Ninguna transformación es fácil, menos cuando la estabilidad y la permanencia son estados tan sobrevalorados y el cambio tan poco comprendido; pero creo que a pesar de ello, el mayor regalo que uno puede darse es el permiso para redescubrirse las veces que sea necesario, de todas las formas posibles, sin apegos ni identificaciones que limiten las infinitas posibilidades de vivir la vida.
Gracias al permiso que me di, mucho de lo que antes me dio miedo, hoy me hace feliz.